Por Sam Fernández-Garrido:
Pero, ¿quién es Lorenza?
Hace unos meses visité la exposición que el Museo de La Virreina, en Barcelona, dedicó a la obra de la artista chilena Lorenza Böttner (1959-1994) bajo el sugerente título Réquiem por la norma que, como propondré en este artículo, podríamos leer a modo de invitación profun- damente transformadora para el asunto que quiero debatir aquí: cómo las visiones clásicas del género, el sexo, el cuerpo y la identidad nos atraviesan personalmente de un modo que se vuelve significativo para las prácticas profesionales que hacemos y los procesos que vivimos en espacios terapéuticos.
A los 8 años de edad, Lorenza sufrió un accidente que le llevó a perder ambos brazos como consecuencia de una descarga que recibió al trepar a un poste de electricidad. A raíz del ac- cidente, se trasladó con su madre a Alemania, donde recibió tratamiento quirúrgico. Creció en un orfanato junto con otres niñes afectades por los efectos que causó la talidomida cuando se comercializó en los sesenta, con extremidades acortadas o ausentes. Con los años, Loren- za rechazó las prótesis médicas y se trasladó a estudiar a Kassel para desarrollar una forma de arte basada en las performances callejeras y las obras de danza-pintura creadas a partir del pie y la boca, que son una afirmación de su corporalidad tullidaiii.
“Debemos asimilar el orden muerto antes de desplazarnos a un nuevo orden”.
ROSI BRAIDOTTIi
«Todo lo cercano se aleja, escribió Goethe en un poema”.
MERCEDES HALFONii
La historia de Lorenza puede relatarse como el desarrollo de una vida heroica en la que la artista consigue serlo a pesar de su impedimento físico. Sin embargo, otra lectura alternativa nos inter- pela a quiénes miramos la obra y alude a nuestras propias concepciones al observarla, despojándonos del privilegio de hablar sin ser vistes: ¿Cómo, por qué y para qué hemos construido la historia de la pintura como una historia de la mano? ¿Son los pies y la boca, en el trabajo de Böttner, sustitutos de los brazos que perdió?
Al sentirnos sorprendides por la obra y su alcance, como fue mi caso, ¿es «natural» nuestra sorpresa o, por el contrario, desvela nuestras propias ausencias a la hora de mirar la obra; en particular, la forma en que hemos aprendido a omitir el protagonismo de otras zonas del cuerpo? ¿Y si aquello que hemos excluido de antemano es, justamente, lo que ha construido nuestra relación con el lienzo como espectador*s o como artesanes: lo que cabe esperar, lo que cabe hacer, lo que cabe encontrarse, lo que cabe buscar, los utensilios adecuados o la distancia óptima desde la que contactar con el lienzo? Dicho de otro modo,
¿son las exclusiones lo que ha desarrollado nuestra «orientación» hacia el lienzo? ¿Nos orientaríamos hacia él de la misma manera si sintiéramos que el universo de posibilidad que nos abre Lorenza está, de verdad, a nuestro alcance? ¿Seguiríamos especializándonos en la mano como si no hubiera un mañana? Y, por último, ¿qué cambia, en nosotres, si añadimos al relato sobre la historia de Lorenza el hecho de que se trata de una mujer transgénero?
Quienes se precipiten a sacar el lado de la corrección política tenderán a decantarse por la opción de que no cambia nada, pero en el universo cultural en el que vivimos, negar que las construcciones dominantes sobre el género han calado nuestra forma de ver-estar en el mun- do sería como negar nuestra vulnerabilidad ante el modo en que la hegemonía de la mano ha conformado nuestras expectativas sobre la pintura como arte. Creo que sosteniendo cualquie- ra de estas dos negaciones nos hacemos un flaco favor. Trascender la negación nos permite adentrarnos en debates más productivos. Paul B. Preciado, que comisarió la exposición de La Virreina, destacó las dos escalas que Lorenza construye en su obra como una aportación creativa de su práctica artística, refiriéndose a las nuevas distancias entre el cuerpo y el lien- zo que aparecen al pintar-danzar con el pie y la boca. Para Preciado, es el museo y la historia del arte lo que impiden que existan Lorenzas, de modo que lo que convierte a Lorenza en marginal no es su anatomía sino el propio relato de las instituciones artísticas y las ausencias (corporales) que genera mediante la selección de las obras.iv La lectura que ve una heroína tapa esa autocomplacencia que nos impide extrañarnos de la centralidad de la mano y echar en falta a esa genealogía de artistas del pie y la boca de la que forma parte Lorenzav. Elijo esta historia para comenzar porque sospecho que extrañarnos de la mano —permitirnos ese giro que nos hace ganar distancia para percibirla como una zona posible que, al tomarla por única, ha constreñido la historia de la pintura—puede resultar más sencillo que extrañar- nos y desfamiliarizarnos del género, de la heterosexualidad o de los caminos únicos por los que hemos asociado ambos al cuerpo de maneras pegajosas. Escojo también esta historia por el modo en que los autorretratos de Lorenza llamaron mi atención durante el recorrido de la exposición. Observemos cualquiera de ellos, por ejemplo, aquel en el que su imagen aparece triplicada. Fenomenológicamente, ¿qué sensaciones nos levanta la coexistencia de elementos como la barba y el maquillaje en el mismo rostro? A golpe de vista, ¿quién es la Lorenza
«auténtica» o «más auténtica» y qué estamos haciendo para saberlo? ¿La relación entre los tres cuerpos representados en la figura ¿es evolutiva, de modo que el primero representa el inicio de un proceso de tránsito y el último el final, aquel con mayor grado de coherencia? Si Lorenza fuese nuestra compañera de grupo y no una reconocida artista, ¿qué movimientos ocasionaría su mera presencia? ¿Qué expectativas tendríamos sobre su biografía y qué senti- ríamos la imperiosa necesidad de explicar? ¿Qué sucedería en nosotres si quien coordina el grupo nos pide situarnos en esa polaridad de «opuestos naturales» (hombres/mujeres), im- prescindibles para poder llevar a cabo algún ejercicio? En el imaginario del grupo, ¿seguro que Lorenza es una mujer (y el inconsciente un señor políticamente correcto)? ¿Es una mu- jer? En definitiva: ¿quién es Lorenza?
Al preguntar por nuestra percepción sensorial de la autenticidad, es decir, por el modo en que lo sensitivo ya lo percibimos como más auténtico o más inauténtico, trato de interpelar a nuestra conciencia sobre los procesos internos que vivimos, más allá de cómo los juzgamos en función del grado en que nos resultan más políticamente correctos o incorrectos. Trato de apelar también al modo en que la percepción y la normatividad se construyen mutuamente. Pero interpelar justo aquí a la fenomenología no es una elección fortuita. El terreno de lo ci- nestésico y lo kinestésico es frecuentemente descrito como un lugar que nos proporciona
«datos» sobre la realidad, de modo que la percepción sensorial aparece como el campo que conforma aquello que frecuentemente escuchamos nombrar como lo obvio. En el campo de la antropología médica donde investigo, la fenomenología es un enfoque imprescindible para hablar de los malestares en y desde el cuerpo.
Sin embargo, aunque las tradiciones en las que se apoyan la antropología del cuerpovi y la gestalt coinciden en la figura inicial de Merleau-Ponty, la traducción práctica sobre qué sig- nifica la percepción y qué quiere decir el terreno de lo obvio en los espacios terapéuticos frecuentemente me sorprende. Coexisten interpretaciones más cercanas a las fuentes originales con la tendencia a traducir lo obvio de formas empiristas: lo que percibimos se entiende en- tonces como una propiedad de las cosas, que descubrimos a base de poner atención hasta ad- quirir la información neutra y objetiva que nos proporcionan los sentidos. Y desde mi expe- riencia y en términos de género, la neutralidad de la percepción no hay por dónde agarrarla, en parte porque las convenciones de la feminidad y la masculinidad nos resultan tan familia- res que logran pasar desapercibidas.
Hacer algo obvio no es tarea sencilla: requiere de un entrenamiento, de desprendernos de ciertas convenciones que hemos reconocido, de asimilar el orden que dejamos atrás para transformar nuestra visión del mundo. Y dudar de ese entrenamiento cuando hablamos de género no es incredulidad, es poner palabras a un tipo de trabajo sobre la percepción que, personalmente, suelo echar en falta. Extrañarnos de esta ausencia, desfamiliarizarnos de ella, es el primer paso para volverla obvia. Volver algo obvio no significa hallar una verdad que ya nunca tendremos que revisar, sino abrir un nuevo consenso construido desde una forma renovada de atención intencionalmente emancipadora en términos de género. La conciencia de la ausencia bien puede ser una poderosa herramienta de partida para devolver los malesta- res de género como asuntos disponibles para el trabajo, los espacios y las culturas terapéuti- cas.vii
Tensiones compartidas. El binarismo femenino/masculino y las «lesiones de vida»
Escribo este artículo desde la intersección entre varias zonas de mi experiencia personal, pro- fesional y activista. Respecto al terreno terapéutico, hablo exclusivamente a partir de mi vi- vencia como participante en diferentes espacios de psicoterapia grupal formativos y/o viven- ciales y como paciente de terapia individual en varios acompañamientos derivados de mis cambios de ciudad desde el año 2005 (inicialmente de corte psicoanalítico y, posteriormente, humanista). Escribir un artículo sobre género, LGTBIfobias y gestalt me produce sentimien- tos encontrados. En primer lugar, por la sensación de outsider profesional, un asunto plena- mente cierto, y por el temor a ser leíde de una forma categórica que no coincide con mi expe- riencia: los espacios que yo he transitado son, ante todo y afortunadamente, heterogéneos. Demuestran que hay reproducción y demuestran que hay cambio. Desde ahí, intento hablar con prudencia y con reconocimiento.
Por otro lado, la oportunidad de escribir me recuerda las conversaciones informales que he- mos tenido tantas veces entre compañeres feministas de grupos —casi siempre fuera de la sala—, donde expresábamos una tensión compartida que yo traduzco como sigue: Vivimos los espacios terapéuticos como lugares de cambio, como zonas reparadoras que nos propor- cionan esperanza, oportunidad, capacidad para vernos, ver a otres y ser vistes, y sin embargo, sentimos cierto malestar con el modo en que las creencias en torno al género atraviesan, o pueden atravesar, el trabajo terapéutico y las relaciones de grupo. ¿Era esta una parte nuestra que teníamos que suspender o dejar afuera antes de entrar a la sala? ¿Una forma de entrete- nernos? ¿Un asunto «ideológico» que podía interrumpir lo que habíamos venido a hacer aquí? Recordando esta ambivalencia, escribo con motivación e intento hacerlo con responsa- bilidad. Al margen de ese conflicto de lugar, en el que se atisbaba la pregunta, ¿por qué este sitio que nos motiva no puede ser también nuestro?, mi preocupación solía exacerbarse como persona LGTBI en supuesta «minoría», con un género no siempre definido según las expec- tativas binarias clásicas (excepto para quienes confunden lesbianismo y masculinidad, a quiénes mi expresión de género suele resultarles esperable, automática y obvia).
Comparto estas conversaciones para poner voz y traer al centro sentires y diálogos que han sobrevivido en la periferia y que frecuentemente nos han llevado a preguntarnos qué sucede con la perspectiva de género/feminista en la cultura y los espacios terapéuticos. Si, ante el lanzamiento de esta revista, hiciésemos una encuesta a las personas feministas que han pasa- do por espacios terapéuticos, comprobaría si fui la única que, al enterarse, se le escapó algún suspiro cuya traducción podría ser: «Enhorabuena, ¡qué necesario!». Pero, en lo concreto,
¿dónde vemos esa necesidad? ¿Por qué y para qué insistimos? En este artículo pretendo compartir algunas reflexiones y algunos ejemplos, desde mi experiencia situada, que permi- tan acercar y hacer inteligible esta preocupación, con la finalidad de contribuir a pensar el nexo entre cotidianidad, sufrimiento, género, trabajo terapéutico y feminismos.
En el año 2014, Gestalt Review dedicó parte de un volumen a las relaciones entre género y gestalt, en que el filólogo y terapeuta Vikram Kolmannskog relata su experiencia como acompañante de un grupo de terapia gestáltico con personas trans en Oslo. No me sorprendió que, en ese contexto, Kolmannskog hiciese una advertencia relacionada con el trabajo con polaridades. Tras mostrar justamente la utilidad que estaba teniendo en el grupo para integrar vivencias y provocar que les participantes pudieran verse de una forma más «completa y fle- xible», duda de la pertinencia del dualismo «femenino/masculino» para el trabajo grupal que realiza, sugiriendo que otras polaridades como «asertividad/cuidado» o «duro/blando» po- drían tener un uso más apropiado (Kolmannskog, 2014, p.257).
Aunque no lo desarrolla con detalle, Kolmannskog parece sugerir que, a través de la polaridad masculinidad/feminidad se introducen normas sociales de género que, a su vez, refuer- zan los mismos introyectos que el trabajo terapéutico propone revisar. Un esfuerzo que, en su caso, tenía explícitamente la intención de elaborar qué viven y entienden les participantes del grupo por ser hombre, mujer, trans o persona no binaria. Lo que hace Kolmannskog con esta advertencia es proponernos reflexionar sobre las concepciones de género inherentes a los lenguajes y las metodologías de los espacios terapéuticos, un asunto que, desde mi punto de vista, le proporciona cierta distancia crítica para evitar la confluencia entre profesionales y participantes en torno a las concepciones de género que extraemos del sentido común.
El problema de la dualidad «femenino/masculino» es que no significa nada excepto «aquello que asociamos a las mujeres» frente a «aquello que asociamos a los hombres», dentro de un sistema binario que damos por sentado. Al observar las asociaciones que forman el «aquello», emerge la composición de cada uno de los lados. Lo «femenino» puede definirse como el paraguas o el pegamento a través del cual establecemos un nexo entre las mujeres y todo un conjunto de sentimientos, pensamientos y acciones desgraciadamente desvalorizados: la interioridad, lo privado, la debilidad, el cuidado, la pasividad, el ser para otres, la naturaleza, las emociones o el lado izquierdoviii. Lo «masculino» es el término a través del cual ligamos los hombres a todo lo opuesto a lo femenino y a una cierta plusvalía —ya que coincide con las cualidades socialmente valoradas—: la exterioridad, lo público, la fortaleza, la asertividad, la actividad, el ser para sí, la cultura, la razón o el lado derecho. Entre lo femenino y lo masculino no hay sólo un reparto de cualidades, hay una distribución del poder, de los espa- cios y de las emociones; y es esa distribución la que dota de sentido al juego. Cuando jugamos a esto, jugamos a repartir el poder entre los dos lados que damos por buenos.