Transitando los géneros: Acompañamiento psicológico desde la psicoterapia feminista

Transitando los géneros

Por Cristina Garaizabal:

Escribo este artículo desde la incertidumbre que crea la deconstrucción de muchas de las categorías y teorías aprendidas a lo largo de los años, por un lado, como psicóloga, pero también como activista feminista.

Conocí a personas transexuales a finales de los ochenta desde mi compromiso feminista lesbiano, y mi trabajo como psicóloga clínica me ha permitido escuchar a muchas personas trans que han pasado por mi consulta con demandas diferentes. Esta doble condición, de psicóloga y de persona comprometida con los derechos de las mujeres y de las minorías sexuales, me ha facilitado vivir una doble tensión entre lo individual y lo colectivo. Así, he podido cuestionar algunas de las teorías que están en la base de la patologización del hecho trans que se da en nuestras sociedades.

Aparición de la categoría transexualidad

La transexualidad ha sido entendida de maneras diferentes en estos últimos años.

Hablar de personas trans, como prefiero llamarlas por parecerme más incluyente1, nos remite al sexo, al género, al deseo y la práctica sexual. Conceptos todos ellos que se han ido configurando como elementos centrales en la construcción de la identidad individual partiendo del axioma de que sólo existen dos sexos —y dos géneros—, definidos de manera que entre uno y otro nada es posible.

Como plantea Anne Fausto Sterling (2014, p.80): “La cultura occidental está profundamente comprometida con la idea de que hay solamente dos sexos. Incluso el lenguaje niega otras posibilidades. […] Pero si el Estado y el sistema legal tienen un interés por mantener un sistema sexual bipartito, se están oponiendo a la naturaleza. Porque, biológicamente hablando, hay una enorme gradación que va de varón a mujer; y dependiendo de cómo llamemos a los diferentes estadios, podemos afirmar que a lo largo de tal espectro subyacen al menos cinco sexos; y quizá incluso más. […] El sexo es un continuo vasto e infinitamente maleable que sobrepasa las restricciones incluso cinco categorías”.

Tradicionalmente estos conceptos se consideran manifestaciones «naturales» del comportamiento humano, convirtiéndose las diferencias sexuales biológicas en la causa fundamental de las subjetividades de género. Según Foucault (1985, pp. 12-13): “Las teorías biológicas de la sexualidad, las concepciones jurídicas sobre el individuo, las formas de control administrativo en los Estados modernos, han conducido paulatinamente a rechazar la idea de una mezcla de los dos sexos en un solo cuerpo y a restringir, en consecuencia, la libre elección de los sujetos dudosos. En adelante, a cada uno un sexo y uno solo. A cada uno su identidad sexual primera, profunda, determinada y determinante; los elementos del otro sexo que puedan aparecer tienen que ser accidentales, superficiales o, incluso, simplemente ilusorios”.

La «naturalización binaria» de los géneros lleva a que todas aquellas personas que no se identifican con el género que socialmente se corresponde con el sexo biológico sean vistas como sospechosas, enfermas, anormales, perversas o trastornadas.

La necesidad de adecuar a estas personas a lo normativo implicó la construcción de diferentes categorías diagnósticas. El transexualismo aparece como categoría diagnóstica en el DSM (Manual de Trastornos Psiquiátricos de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría, APA) en 1980. En 1994, esta categoría es modificada por la de trastorno de la identidad sexual. En la actualidad, en la V versión del DSM aparece como disforia de género.

Estas categorías dictan el quehacer profesional y construyen a las propias personas trans influyendo en cómo se viven y cómo las ve la sociedad. Pero, como Foucault plantea, las categorías son ambivalentes y no tienen sólo una función represiva o controladora, sino que posibilitan también una afirmación inversa. Es decir, las categorías sexuales creadas para reforzar el control social, al excluir y estigmatizar a las minorías sexuales, se pueden transformar en una política afirmativa capaz de poner en entredicho el propio sistema sexual. Estas políticas han contribuido a la idea de que la identidad no es un destino, sino, una cuestión de derechos humanos y, en consecuencia, una cuestión de elecciones personales.

Como plantea Jeffrey Weeks: «Puede que no podamos escoger la manera en la que sentimos, lo que deseamos, pero podemos elegir lo que hacemos con esos sentimientos y deseos» (1993, p. 6).

En nuestro país, a principios de los ochenta se visibilizan los colectivos transexuales. Lo que guiaba la acción de estos colectivos era la necesidad de existir socialmente y reclamar una serie de derechos que les eran y siguen siendo negados en su mayoría. Paralelamente empezaron también las discusiones sobre la propia definición del término transexual.

La transexualidad concebida como patología implica la idea de que es necesario someterse a diferentes intervenciones médicas, decididas por profesionales, que deben culminar en las intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo. La atención se organiza en función de la llamada «terapia triádica», que consta de tres fases sucesivas: la experiencia de vida real2, la terapia hormonal y las cirugías de reasignación sexual. Todo ello, previo diagnóstico hecho por un psiquiatra o psicólogo. Los criterios que guían estos protocolos están bastante desfasados siendo un ejemplo la utilización de escalas de masculinidad y feminidad muy clásicas3 , la exigencia de grados muy altos de estabilidad en la identidad de género o haber expresado la transexualidad desde etapas muy tempranas… Criterios basados en el binarismo de géneros y en una concepción muy rígida y cerrada de la identidad. Se considera que la identidad está determinada por el sexo biológico y es inmutable, esencial e irreversible. Es una concepción impregnada de biologicismo y de grandes dosis de determinismo psicológico (en los primeros años de vida nos jugaríamos de manera determinante lo que vamos a ser). Algo en absoluto inocente ya que implica la invisibilización, la discriminación y la patologización de aquellas personas que no responden a estos esquemas. Como Butler (2001, p. 71-72) señala: “La «coherencia» y la «continuidad» de «la persona» no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de la persona sino más bien normas de inteligibilidad socialmente instituidas y mantenidas. En la medida en que la «identidad» se asegura mediante los conceptos estabilizadores de sexo, género y sexualidad, la noción misma de «la persona» se cuestiona por el surgimiento cultural de esos seres con género «incoherente» o

«discontinuo» que parecen ser personas pero que no se ajustan a las normas de género culturalmente inteligibles mediante las cuales se identifica a las personas”.

Las aportaciones más recientes en este campo parten de que no nacemos con una identidad dada ya definida por nuestra biología, sino que se trata de un proceso que se va construyendo a lo largo de nuestra vida. En el transcurso de nuestro devenir particular nuestra subjetividad se va construyendo mediante una serie de identificaciones4 que nos constituyen como sujetos. Una construcción que no es estable ni permanece cerrada sino que está permanentemente amenazada, tanto por las tensiones internas inconscientes, como por los cambios en las circunstancias externas. Conseguir una cierta estabilidad es muy importante. Pero es un proceso que implica un trabajo complejo en el que intervienen factores muy diversos. Necesitamos construirnos una identidad personal para ser entendidos por los demás y para estabilizarnos, pero a su vez la identidad es un logro precario. La identidad sin fisuras es un mito inalcanzable, pero saber quiénes somos se convierte en algo fundamental para nuestros bienestares y malestares. La identidad se percibe como un bien y, por lo tanto, el temor a perderla o el hecho de no tenerla definida es una fuente de angustia que lleva muchas veces a la consulta psicológica.

La despatologización trans

En el año 2009 numerosas asociaciones de todo el mundo, encabezadas por los grupos trans de Cataluña, se integran en la Campaña Internacional Stop Trans Pathologization (STP), que solicita que la transexualidad sea retirada de los manuales de trastornos mentales (el DSM y la CIE)5. Desde esta perspectiva se considera que la identidad de género es un derecho inalienable de las persones y otorga a las personas trans el poder de decidir en todo momento qué actuaciones médicas precisan sin necesidad de someterse al diagnóstico.

Así mismo, a finales de los años 2000, diversos organismos y autoridades políticas internacionales6 reclaman un cambio de modelo en relación a la conceptualización, la atención y el reconocimiento de las persones trans. Solicitan la despsiquiatrización de la transexualidad y subrayan que la libre expresión de las identidades de género ha de ser entendida como un derecho humano básico.

En esta línea se pronunció el Parlament de Catalunya en el año 2014, con la aprobación de una ley para la defensa de los derechos de las persones LGTBI, y la Asamblea Autonómica de Madrid en 2016, con la aprobación de un nuevo modelo de atención integral a las persones trans.

En la actualidad, la última versión del DSM-V sigue patologizando la transexualidad, aunque se ha cambiado el nombre de trastornos de identidad de género por el de disforia de género, ampliando esta categoría a niños y adolescentes.

Desde el punto de vista de la teoría, tres son las cuestiones que la despatologización de la transexualidad plantea: ¿Existen sólo dos géneros? ¿Y dos sexos? ¿Qué relación existe entre sexo, género y vivencias de la sexualidad? Todo ello implica una revisión de las teorías clásicas sobre el género, el sexo y la sexualidad. Y, en consecuencia, la obligatoriedad de que los profesionales que intervengan en el proceso de las personas trans estén formados en estos asuntos.

Se plantea que el transgenerismo sea considerado una de las posibles variables del desarrollo de la identidad de género, tan válida y legítima como otras. Se abren así otras posibilidades identitarias, entendiendo que la identidad se va construyendo en la intersección de múltiples factores, dando lugar a cierres identitarios fluidos, múltiples y variables. Y se hace hincapié en las cuestiones sociales y no exclusivamente en lo médico.

También se cuestiona la existencia exclusiva de dos sexos biológicos. La bióloga feminista norteamericana Anne Fausto-Sterling, en su libro Cuerpos sexuados (2006), plantea una crítica al binarismo de géneros y demuestra como esta idea no deja de ser una construcción social. Incluso una editorial aparecida a principios de los años noventa del pasado siglo en JAMA, la revista de la asociación médica de Estados Unidos, atacaba los controles tradicionales por considerarlos discriminatorios y poco científicos.

En el periódico El País, el 25 de agosto de 2009 se podía leer: «No hay una línea clara entre sexo masculino y femenino». Sin embargo, la mayoría de las producciones científicas siguen reflejando y refuerzan la dualidad y el binarismo de sexos, invisibilizando las intersexualidades.

Por último, otra de las cuestiones que plantea la despatologización es la relación entre género y práctica sexual. La homosexualidad se construye en el siglo XVIII como una inversión del género. Se suponía que los gays desean a otro hombre desde una posición femenina, y a la inversa para las lesbianas, reforzándose así la heterosexualidad. La diversidad existente dentro de esta categoría ha permitido ver estas opciones como variaciones del deseo. Pero esto no implica que no exista una profunda interrelación entre género y sexualidad que debe ser estudiada desde otras premisas.

Históricamente se ha planteado que los procesos de identificación y de desarrollo del deseo son procesos contrapuestos, entendiendo la heterosexualidad como lo «naturalmente» deseable. Muchas de las teorías psicoanalíticas clásicas parten de considerar que es en el complejo de Edipo cuando la personita se identifica con el progenitor del mismo sexo y desea al progenitor del sexo contrario. Estas teorías adolecen de cierto naturalismo heterosexista ya que parten de la heterosexualidad como norma universal que implica que no puede desear ser y tener lo mismo.

Gerard Coll-Planas, en La Voluntad y el deseo (2010), critica esta idea de manera magistral. Identificación e interiorización del progenitor del mismo sexo son los mecanismos fundamentales de este proceso basado en el dominio de la heterosexualidad. Pero si cuestionamos, como hace Butler en Los mecanismos psíquicos del poder (2001), esta lógica heterosexual, vemos que el proceso de adquisición de un género normativo en el que una persona con genitales masculinos es adscrita a un sexo (varón), se debe convertir en un hombre masculino (género) al que le gustan las mujeres (orientación sexual) no es un proceso fácil, sino lleno de escollos.

La homofobia funciona como estructurante de las subjetividades, estableciendo lo que es posible desear y lo que es inaceptable desde el punto de vista del deseo. La adquisición de una identidad de género «coherente» y «normativa» supone repudiar el deseo homosexual, que queda prohibido y que no puede ser sentido y ni tan siquiera llorado como pérdida por no ser reconocida como tal, generando lo que Butler denomina «una identificación melancólica». Legitimar las vivencias y realidades de las personas LGTBI implica considerar que deseo e identificación no tienen por qué ser mutuamente excluyentes ni son procesos unívocos.

Acompañamiento psicológico

En la «terapia triádica», que mencioné al principio del artículo, se atribuye a los profesionales de la psicología o la psiquiatría la decisión sobre el proceso de tránsito médico, estableciendo la necesidad del diagnóstico, obligatorio para pasar a las otras fases.

Si consideramos que las personas trans no padecen ninguna enfermedad, el diagnóstico no tiene sentido. Así, nuestra labor consiste muchas veces en acompañar y sostener los malestares que provoca estar fuera de la norma y apoyar el proceso de tránsito cuando sea necesario. Un acompañamiento basado en la demanda voluntaria de las personas trans y no en la obligatoriedad, como sucede en el modelo médico.

Las decisiones en estos procesos las deben tomar las personas trans y así lo reconocen actualmente muchas leyes autonómicas. Como profesionales, debemos aspirar a ayudar a que estas decisiones no tengan una hoja de ruta imperiosa y obligatoria, sino que puedan ser tomadas ampliando el abanico de las opciones posibles.

Frecuentemente nuestra tarea consiste en ayudar a clarificar cuál es el deseo y la convicción personal íntima de quien acude a nosotres y, que para que sea fructífera, implica despojarnos de esquemas mentales cerrados y pretendidamente seguros y atrevernos a ahondar en las vicisitudes del deseo, haciéndonos cargo de las incertidumbres que ello conlleva.

La transexualidad es una categoría que pretende homogeneizar a todo un conjunto de personas que experimentan malestares profundos con los géneros normativos. Los motivos de estos malestares son tan variados como lo son las posibles soluciones. Y no siempre es necesaria la intervención profesional. En muchos casos, la labor del profesional de la salud mental consiste en ayudar a la persona a que se asuma tal y como es, sabiendo que, a veces, la conformidad con una/o misma/o implica disconformidad con lo establecido. También es necesaria la ayuda en el manejo de habilidades sociales que refuercen la autoafirmación en la identidad propia, aunque ésta no sea claramente catalogable en las definiciones al uso.

Para ello es fundamental legitimar la diversidad sexual y de géneros y romper con las dicotomías y con las categorías estancas. La diversidad de identidades debe ser visibilizada y puesta en valor para que cada cual decida qué forma de expresión del deseo y del género le sirve para equilibrarse. Siendo conscientes de que en muchos casos no es posible encontrar una identidad que satisfaga a una/uno mismo y a la sociedad y que hay que aprender a lidiar con esta contradicción.

Para acabar este apartado, quiero hacer una mención especial al trabajo que como profesionales hemos de desarrollar con las personas trans para su empoderamiento corporal, algo que hasta ahora era un tema tabú.

La transexualidad definida médicamente está basada en la idea de que las personas trans nacen en un cuerpo equivocado. Por ello, el «tratamiento» que se propone es adecuar el cuerpo al género sentido. Esta premisa construye las vivencias del cuerpo de las personas trans. Unas vivencias marcadas por la inadecuación, el malestar y el sufrimiento en diversos grados y por el ideal de conseguir un cuerpo que les permita un buen passing7. Pero este deseo, totalmente legítimo, no está exento de algunos problemas. A nivel individual el más frecuente suele ser la dificultad para conseguirlo. El cuerpo deseado se corresponde en muchos casos con el ideal cis normativo, un ideal al que frecuentemente no pueden llegar tampoco las personas cis y que es mucho más difícil de alcanzar para las personas trans. Pero a nivel colectivo, esta idea de tener «buen passing», siendo legítima individualmente, si se erige como lo deseable para todo el mundo, es muy excluyente para todas aquellas personas trans que no quieren o no pueden llegar a él, siendo, por lo tanto, motivo de nuevas exclusiones. Como dice Miquel Missé en su libro A la conquista del cuerpo equivocado (2012), no se trata de impedir las modificaciones corporales ni de cuestionar a quien lo hace. En las sociedades actuales muchas personas modifican su cuerpo para sentirse mejor. Para él, no es lo mismo modificar el cuerpo porque uno piensa que está equivocado que modificarlo porque siente que quiere vivir mejor. Si el cuerpo está equivocado, no hay nada más que cambiarlo; si se quiere vivir mejor, hay un diálogo posible, hay caminos, hay procesos, hay alternativas. Son dolorosas, sí, pero son posibles. No las hagamos sol*s. (pp.166-167).

Estos procesos pueden ser acompañados por los iguales y también por los profesionales de la salud mental. Para ello es imprescindible situarnos en pie de igualdad con las personas trans, no creyéndonos depositari*s del saber. Hay que partir del derecho inalienable de las personas a decidir sus proyectos identitarios y sus proyectos corporales. A nosotres nos toca sostener estos procesos favoreciendo la habitabilidad de sus proyectos.

La diversidad de género en la infancia

En los últimos tiempos vemos con frecuencia menores y jóvenes que rompen con las expectativas, los roles, la apariencia… de los géneros normativos.

Cuando en una familia se da alguna de estas situaciones la preocupación está servida. Preocupación por la felicidad del menor, porque no saben a qué se enfrentan ni cómo hacerlo, porque les resulta difícil apoyar unas manifestaciones de género que saben que socialmente no son aceptadas con normalidad… Incluso, en el mejor de los casos, cuando se acepta sin problemas las formas de expresión del hij* se dan con frecuencia las dudas sobre qué es lo mejor para acompañarle y aumentar su autoestima. Sabemos que salirse de la norma se paga.

La diversidad de género en la infancia despierta un gran interés social y especialmente médico. Su visibilidad ha vuelto a reavivar el tema de «las causas» de la identidad trans. Las teorías biologicistas sobre la identidad cobran nueva fuerza para explicar este hecho, haciendo caso omiso de todo lo avanzado hasta la actualidad en este tema. La idea de permanencia y de perdurabilidad de la identidad se refuerza así en los discursos biomédicos cuando se habla de menores con diversidad de género, catalogándolos a todos como transexuales.

Existe una gran diversidad en lo que llamamos menores con diversidad o fluidez de género, difíciles de encajar en una sola etiqueta. Pero todos ellos están unidos por la presión social y el cuestionamiento de su identidad y de los roles que les gusta desempeñar. Lucas Platero (2014, p. 16) señala: «Se les juzga de manera global, el «todo» por una «parte» (ser trans)». Recibiendo, en consecuencia, el mensaje de que no están bien, son inapropiados o no son aceptables; en definitiva «no son normales». Por ello es importante dar apoyo y acompañamiento a estas personitas tanto desde la familia, como la escuela, los diversos profesionales, activismos y otros sectores… para ir creando un mundo que sea vivible para todo el mundo, independientemente de que cumpla o no unas normas binarias de género.

Cuando una criatura juega y manifiesta interés por aquellas actividades asignadas socialmente al género al que no ha sido adscrita, inmediatamente se intenta «arreglar» esto, sin tener en cuenta que estas actividades y actitudes son lógicas y responden, en muchos casos, a la curiosidad por conocer y experimentar propia de la edad.

Desde algunas posiciones cercanas a la terapia cognitivo- conductual, se pretende modificar la conducta y cambiar las aficiones y deseos de la niña o el niño para que se muestre congruente con el género que se le asignó. Obviamente, este tipo de prácticas se han mostrado inútiles y perniciosas. No se cambia a la persona en ciernes corrigiendo sus «tendencias», se provoca un aumento de su malestar y de la sensación de inadecuación.

En el imaginario colectivo no existe la posibilidad de desarrollar un género diferente a los establecidos normativamente. Sólo mujeres femeninas y hombres masculinos, heterosexuales ambos, habitan este imaginario. En consecuencia, los menores que manifiestan disonancias e incongruencias con el género normativo acaban sintiendo, algunos, incluso, tienen la convicción, de que se identifican con las categorías existentes: como niño, aunque tenga un cuerpo biológico de niña y como niña, aunque lo tenga de niño. Por lo tanto, suelen ser definidos como menores transexuales. Muchos de ellos acaban manifestando roles de género muy convencionales precisamente porque utilizan éste como manera de afirmar y mostrar la forma en la que realmente se sienten. Si la sociedad les dice: «Puesto que eres biológicamente niño no puedes jugar con muñecas ni usar faldas», su deseo e ilusión acaba siendo ser una niña convencional.

Teniendo en cuenta todo esto me parece importante tener cuidado con el diagnóstico de transexualidad aplicado a la infancia. Aplicar esta etiqueta en fases en las que la identidad se está construyendo, fija la posición de est*s menores sin muchos más elementos que la interpretación adulta de lo que éstos manifiestan. Interpretaciones que, en última instancia, están muy condicionadas por el binarismo dominante. No precipitarse, legitimar los sentimientos del menor y apoyar sus expresiones de género no normativas, dándole tiempo para que vaya madurando y construyéndose la identidad deseada, es un camino largo y difícil pero enriquecedor y saludable. Lo cual no excluye que si el sufrimiento es muy alto sea necesario intervenir desde otros ámbitos.

Ante qué hacer con los menores que muestran un género fluido, se dan respuestas diferentes que podrían resumirse en dos líneas, cuyas propuestas prácticas no son excluyentes pero que, en sus concepciones, difieren en aspectos sustanciales.

Una primera posición parte de que existe un cerebro trans que está en disonancia con la genitalidad. Se considera la identidad como una esencia con la que se nace y que, en consecuencia, se manifiesta muy tempranamente y puede ser diagnosticada o claramente establecida por los expertos como transexualidad infantil. Ante esta realidad, lo que se propone son acciones concretas que faciliten la vida de estes menores (informes certificando que son niñes transexuales para que les sea permitido en el colegio ir a los baños y vestuarios que les corresponden según el género sentido, cambiar el nombre y ser tratades en función de cómo se sienten) y, en la preadolescencia, actuar médicamente con bloqueadores hormonales para facilitar su adecuación al género deseado y tener así un “buen passing”. Esta posición está basada en el paradigma de considerar la experiencia trans como una experiencia minoritaria que conforma un grupo de personas estable y homogéneo y para el que son precisas políticas públicas especiales y exclusivas. Creo que las medidas concretas que se proponen pueden ser necesarias en algunos casos, pero no generalizadas para todes les menores con diversidad de género.

Existe otro paradigma, con el que yo me identifico, que es considerar los malestares de género como algo universal, experimentados por amplias mayorías, aunque en grados muy diversos. Esta idea universalista sobre lo trans implicaría políticas generales (por ejemplo, escuelas con menos marcas de género), aunque contemplando las particularidades de las personas menos normativas o que expresan este malestar de manera más extrema.

Desde esta perspectiva la primera cuestión es trabajar con la familia para tranquilizarla, empatizando con su inquietud. Y en este sentido, me parece ejemplar la actitud de algunos padres y madres que se han manifestado y organizado para garantizar los derechos de sus hijes, exigiendo que esto se tenga en cuenta en los colegios, en la medicina y en la legislación.

El género sigue siendo algo fundamental en nuestra sociedad, y por ello los padres y madres que tienen criaturas que no se sienten identificados con lo normativo, se llenan de angustia y también muchas veces de culpa. Esta angustia lleva a buscar una etiqueta que les tranquilice, que les permita saber a qué se están enfrentando y les ayude a saber qué hacer a partir de ese momento.

Nuestra labor profesional es acompañar tanto la angustia como la culpa y desculpabilizar a l*s padres, huyendo de etiquetajes prematuros, especialmente si implican intervenciones médicas que paralicen el desarrollo hormonal de l*s nin*s. Son dos las razones para ello: No se sabe hacia dónde se va a desarrollar la identidad de la criatura y, además, en la comunidad científica existe mucha polémica sobre los bloqueadores hormonales a largo plazo. En la construcción identitaria, la infancia es un momento crucial en el que nada está dicho ni predeterminado.

Es importante trabajar con el entorno del menor para normalizar las diferentes expresiones de género y legitimar la curiosidad infantil, la necesidad de explorar y experimentar con éstas.

Para ello, es fundamental contemplar las ideas del entorno sobre los géneros. Cuanto más estereotipadas sean, más necesario es intervenir para flexibilizarlas, de manera que no se considere un «gran mal» que l*s niñ*s no las reproduzcan fielmente. En resumen, tranquilizar a las familias pasa también por relativizar el hecho, quitándole la carga dramática y trascendente que suele darse a estos asuntos cuando se ven como síntomas de un trastorno. Solo así la familia está en condiciones de acompañar al menor y de escuchar sus necesidades emocionales para ayudarle a organizar su experiencia, elemento central en la educación en general y en concreto en menores con características particulares.

Con todo ello, lo fundamental es la intervención con la/el menor encaminada a legitimar sus gustos y deseos. Ayudarle a poner nombre a sus sentimientos y facilitar que se manifieste tal y como se siente, transmitiéndole que no hace daño a nadie y que, en consecuencia, sus sentimientos son legítimos. También es bueno reforzar sus aptitudes y habilidades sociales para que pueda defenderse de la transfobia que, posiblemente, sufre o sufrirá. También aquí es importante la desculpabilización, ayudando a que no interiorice la transfobia social, situando el problema en las reacciones, las miradas y la respuesta social y no en sus comportamientos. Hemos de facilitarle todas las herramientas posibles para que aprenda a resolver los conflictos que, probablemente, tendrá con el medio.

Por último, en relación a las escuelas, ludotecas y otros entornos, es importante cuestionar la segregación de espacios (baños, vestuarios…) en función del sexo. Permitir que la forma de vestir, de comportarse, los deseos, las actividades, los juegos, disfraces… no estén marcados por si eres chico o chica. Igualmente es necesaria una labor activa del profesorado para formar al alumnado en el valor de la diversidad sexual y de género.

Estas intervenciones tienen que estar guiadas por la firme convicción de que lo trans no es una patología sino una forma más del desarrollo de la identidad de género, tan legítima como cualquier otra. Pero a la vez siendo conscientes de que hoy, por el énfasis social que se pone en los géneros binarios y dicotómicos, romper esto no es fácil y provoca sufrimiento en l*s menores y sus familias. En consecuencia, la intervención puede ser más puntual o más duradera, simplemente informativa o necesitada de apoyo terapéutico… Todo depende de las particularidades concretas de las personas implicadas, de su demanda, sus convicciones, su angustia y, fundamentalmente, el nivel de bienestar o malestar del menor.

Visibilizar y legitimar las identidades de género no normativas es un bien para quienes las habitan. Hacerlo de manera antiesencialista e incluyente hará el mundo más habitable para todas las personas.

Bibliografía

  • Butler, Judith (2001[1990]). El género en Barcelona: Paidós.
  • Butler, Judith (2001). Mecanismos psíquicos del poder. Madrid: Cátedra.
  • Fausto Sterling. Anne (2014, mayo). Los cinco Sexos. Por qué no son suficientes macho y hembra. [Entrada en un blog]. Blogs de la Facultad de Artes y Diseño UNAM. [Vers. Original: «The five sexes: Why Male and Female are not enough», The Sciences 33(2), marzo-abril 1993]. Recuperado de http://blogs.fad.unam.mx/asignatura/adriana_raggi/wp- content/uploads/2014/05/Fausto-Sterling-2.pdf
  • Gerard Coll-Planas, Gerard (2010). La voluntad y el La construcción social del género y la sexualidad: el caso de lesbianas, gays y trans. Barcelona-Madrid: Egales.
  • Foucault, Michel (1985). Herculine Barbin llamada Alexina B. Madrid: Revolución.
  • Missé. Miquel (2018). A la conquista del cuerpo Barcelona-Madrid: Egales.
  • Platero, Raquel (Lucas) (2014). Trans*exualidades. Acompañamiento, factores de salud y recursos educativos. Barcelona: Bellaterra.
  • Weeks, Jeffrey (1993). El malestar de la sexualidad. Madrid:

 

Cristina Garaizabal

Psicóloga feminista de orientación psicoanalista y activista feminista desde los comienzos del movimiento. Comparte con Azucena González la dirección de Psicoterapia Feminista y Transformación Social. Coordinó el Informe del Model d´Acompanyament i Assistència a Persones Trans a la Ciutat de Barcelona. Colabora con el Centre LGTBI de Barcelona con acompañamiento a personas trans. Supervisa las casas de acogida CMAU y Lligam (Barcelona) y Sirga (Montcada), SIEs (Serveis Intervenció Especialitzada en Violència Masclista) y SAIs (Serveis Atenció Integral a Persones LGTBI) en Mataró y Terrasa. Ha escrito El dolor invisible, una experiencia de acompañamiento a mujeres víctimas de la guerra en El Salvador y artículos sobre identidad de género y personas trans.


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