Feminización de la locura

Feminización de la locura

Por Carmela Ruiz y Silvia González: 

Para iniciar vamos a definir los conceptos sobre los que va a pivotar el resto de este artículo.

La psicopatología es el “estudio de las enfermedades o trastornos mentales, así como de su naturaleza y sus causas” (R.A.E). El feminismo es un movimiento social, de teoría crítica y paradigma del saber que trata de desenmascarar las asimetrías de género (así como las de clase y etnia, entre otras) en la sociedad. Y la perspectiva feminista es una forma de mirar, analizar las causas y las manifestaciones de las desigualdades sociales. Requiere identificar y actuar sobre los diversos mecanismos por los que la sociedad jerarquiza la diferencia de género y afianza una asimetría que se traduce en relaciones de poder.

Aprendemos a percibir el mundo a través de aquellos artefactos culturales que preservan los estereotipos sociales.
No vemos el mundo, más bien nos enseñan a concebirlo de una forma culturalmente aceptable”.

JULIA MONTILLA 1

Lo universal es, pues, simple ficción, deviene singularidad controladora

MARGOT PUJAL 2

 

De cómo maridan estos conceptos es de lo que vamos a tratar a lo largo del artículo; o más bien, de cómo no lo hacen, dado que a la hora de diagnosticar, si bien, todo profesional defiende un diagnóstico bio-psico-social, la verdad es que de cómo nos atraviesa la raza o la clase social poco se dice en los manuales de psicopatología, y mucho menos de cómo nos atraviesa el género. Esto promueve la invisibilización de los dolores o malestares cuyo origen es la asimetría de género y que afecta fundamentalmente a las mujeres u otras identidades no normativas. 

¿Qué es el género? Este concepto fue acuñado por John Money en 1955 y resignificado por distintas autoras hasta la actualidad. El concepto género señala la desigualdad reproducida en la estructura patriarcal. «Una tecnología social que asegura la subordinación de las mujeres a los hombres» (Rubin, 1986). El género da cuenta de dos cosas. Por un lado, de que a hombres y mujeres se nos asignan categorías distintas y polares. Y por otro, de que existe una jerarquía en la valoración de las características masculinas por encima de las femeninas. De este modo, aquellas personas (hombres, mujeres y otras identidades) que no se corresponden, o no se adscriben a dichas categorías, pueden sufrir dolores evitables producto del sistema patriarcal. Este sistema mantiene un pacto social binario y asimétrico. Los dolores de las personas que están en posiciones de subordinación no son legítimos y por eso se invisibilizan o diagnostican con el objetivo de medicalizar los procesos de sufrimiento cuyo origen es la subordinación en sí misma.

Partimos de las teorías feministas e interseccionales cuyo objetivo es desmontar las certezas que la comunidad científica tiene asumidas, a través de una mirada sobre los distintos ejes de poder que estructuran el entramado social en el que nos vemos inmersas. Nuestro conocimiento situado es el occidental tanto teórica como experiencialmente. El objetivo de este artículo es centrarnos particularmente en los malestares de las mujeres. Usamos la categoría binaria hombres/mujeres como punto de partida en el análisis de las desigualdades sociales. Sin embargo, puntualizamos que existen otros ejes de dominación como son la clase, raza, cultura, edad, orientación sexual y otras identidades, en los cuales también se desarrollan y sostienen dolores y malestares invisibilizados y cronificados como consecuencia de dicha desigualdad. Como señala Judith Butler, «al situar la explicación de la vida mediante aproximaciones basadas en mecanismos biológicos y biopsicológicos, el análisis de la vida humana y de las formas de trabajo, de su calidad y los modelos de buena vida quedan severamente reducidos» (Butler, 2001 en Pujal y Mora, 2013).

Empezamos este artículo hablando de la historia de la psicopatología. Una historia que no está exenta de sesgos de género, preceptos ideológicos, elaboraciones culturales y construcciones hegemónicas en base a la subordinación de la mujer. La justificación ha sido sostenida en base a la diferencia biológica y sobre lo que es natural vs. patológico, siendo lo natural la referencia masculina.

Elegimos tres momentos históricos donde observamos cómo lo patológico recae sobre las mujeres en un intento de someterlas y mantenerlas en el papel que la sociedad ha determinado para ellas. Un papel que reproduce la estructura social patriarcal. La locura siempre ha existido y, junto con ella, el intento de la «sociedad cuerda» de entenderla y/o controlarla.

Nos situamos en el siglo IV a.C. con Hipócrates, padre de la medicina y su teoría de los cuatro humores y el útero errante asociado a la enfermedad mental de las mujeres. Las teorías sobre el útero errante van a tener un papel relevante en la aparición de la concepción de la «histeria» como enfermedad mental. El propio nombre “histeria” proviene del griego ὑστέρα, cuyo significado es «útero». En Grecia se creía que el útero era un animal móvil que vagaba por el interior del cuerpo de la mujer y sobre el cual no tenía autoridad ni gobierno. El útero era el causante de los distintos males inexplicables de las mujeres. Una creencia que perdurará durante toda la historia del Occidente romano. Esta concepción implica la idea de la enfermedad mental en la mujer por el devenir biológico. Ninguna estará, por tanto, exenta de volverse loca y estará justificado su control social. La cura propuesta para tales males era el matrimonio. Esto supone, por una parte la infantilización de las mujeres como necesitadas de protección y amparo, y por otra, la idea de que es el hombre varón el encargado de paliar, mediante las relaciones sexuales, el riesgo de enfermar.

Continuamos con la Inquisición y recordamos el incontable número de «brujas» quemadas en la hoguera. Aquellas que osaban desafiar su rol de mujer sumisa-esposa-madre eran condenadas. Las mujeres que sucumbían al pecado de la carne eran peligrosas y pecaminosas y era necesario su control y sumisión al varón e Iglesia.

La tercera parada la situamos en Freud y su corpus teórico en torno a la importancia del vínculo madre-hijo, la envidia del pene y la sexualidad reprimida en las mujeres. La propuesta de Freud sobre la histeria se aleja del naturalismo etimológico del que provenía, desplazándose del útero a la subjetividad de la enferma. Sin embargo, a pesar de sus intentos vuelve a poner en el centro la causa anatómica: la envidia del pene. Como menciona Nora Levinton la propuesta freudiana

«termina concluyendo que la mujer es la representante castrada de antemano de un sexo único» (Levinton, 2013, p. 41). El psicoanálisis de Freud reproduce la representación de las mujeres a través de los prejuicios profundamente arraigados sobre su inferioridad.

Estas tres paradas históricas nos llevan a plantearnos las siguientes preguntas: ¿Qué hace la psicopatología con las mujeres? ¿Hay una psicopatología «femenina»? Las mujeres ¿enferman más y distinto que los hombres? ¿Cuáles son las causas y las consecuencias de dichos malestares en las mujeres? ¿De qué manera los valores, los comportamientos, los roles y las actitudes asignadas a las mujeres en nuestra cultura están relacionados con dichos dolores?…

La organización patriarcal da como resultado la división sexual del trabajo, la construcción imaginaria, simbólica y material de las subjetividades de género y la sexualización del mundo. En este sentido, como dice Elena Casado, «la construcción del género es un proceso de diferenciación, cuyo efecto es la organización social desigualitaria y la acumulación, como resultado, de la explotación de las mujeres» (Casado, 2017, p. 174 en Pujal y Mora, 2013). Asimismo, Almudena Hernando señala que «quien produce el conocimiento que es considerado “verdadero” en una sociedad está construyendo el núcleo alrededor del cual se sostiene el poder» (Hernando, 2015, p. 90).

Las mujeres tienen más probabilidades de ser etiquetadas de enfermas mentales según lo que se denomina el «doble estándar» de la enfermedad mental. No se valora de la misma forma ni con los mismos parámetros una «personalidad sana» en hombres y mujeres. La independencia, autonomía y objetividad se asignan a los varones, y la dependencia, sumisión y sentimentalismo, a las mujeres. Por tanto, las mujeres han sido y son consideradas «locas», acepten o rechacen aspectos del rol femenino (Ruiz Somavilla y Jiménez Lucena, 2003). Como señala Celia Amorós, «muchos de los problemas de salud derivan de la creación de una identidad para las mujeres heterodesignada, por la que ser mujer es ser ama de casa, esposa y madre, sin considerar sus deseos de otras opciones vitales» (Amorós, 1997).

Los manuales diagnósticos han ido incorporando el concepto género dentro de nuevas versiones. El DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), a partir de su tercera edición en 1980 incluye por primera vez algunos criterios diferentes para hombres y mujeres. El DSM-IV aporta una sección llamada Características específicas de la cultura, la edad y el género. Sin embargo, lo que el DSM llama diferencias de género no dejan de ser diferencias segregadas por sexo. Como señala Margot Pujal:

el DSM-V desarrolla un doble vínculo con la explicación biológica del sexo, ya que hace alusión a las diferencias por «género» al referirse a la prevalencia o sintomatología de los

«trastornos mentales» y, sin embargo, no contempla que el género sea una construcción psicosocial independiente del sexo de la persona”                                                            (Pujal, 2018, p. 176).

En nuestro artículo queremos poner el foco en cómo se diagnostica distinto por el hecho de ser hombre o mujer y cómo dicho diagnóstico no tiene en cuenta lo social, intersubjetivo y estructural. Las personas estamos atravesadas por una cultura y una estructura patriarcal que reproducimos en todos los ámbitos en los que nos movemos, jerarquizando y desarrollando dicha desigualdad «sin darnos cuenta». Si nosotras también como terapeutas nos sorprendemos cuando una mujer manifiesta su agresividad reproducimos y repetimos la idea de que quizá le falte ternura (propia de lo femenino). Nosotras, como terapeutas, ¿qué miramos y qué evitamos mirar?

Veamos algunos ejemplos.

La Depresión, «La Invisibilidad de la Discriminación de Género»
La depresión ha sido, tanto históricamente como en la actualidad, diagnosticada mayormente a mujeres. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2020 será la segunda causa de discapacidad en el mundo. Las mujeres han reportado mayor prevalencia de depresión en una proporción que varía de 2:1 a 4:1 (Ussher, 2010). Sabemos, en gestalt, que la depresión es la otra cara de la omnipotencia y que, como señalaba Fritz Perls, la depresión es la consecuencia de la agresión retroflectada. Al pelear contra un enemigo, a menudo invisible, la persona se desenergetiza y vuelve hacia sí el enfado. En el caso de las mujeres, está socialmente mejor visto, y es congruente con la categoría asignada, la internalización de la agresividad y el enfado. Como señalan varias autoras, la asignación de la agresividad solo está permitida al hombre, esperando de la mujer que sea sumisa y pasiva (Etxebarria, Apodaca, Eceiza, Fuentes y Ortiz, 2003; Irigaray, 2007, pp. 9-14).

Con cierta frecuencia el diagnóstico de depresión se ha colocado sobre mujeres «amas de casa», con una vida dedicada a su familia, que acuden a la medicina primaria para paliar su malestar. Emilice Dio Bleichmar describe las similitudes entre los parámetros que definen la feminidad y los síntomas de la depresión (Dio Bleichmar, 1991). Las mujeres son educadas en el ser para otros y en el postergar sus necesidades. Junto con la construcción subjetiva del cuidado, encontramos los ideales propuestos por el amor romántico: «Estar para el otro, por siempre y jamás». Nora Levinton señala que «un alto porcentaje de lo que desencadena depresión en las mujeres […] está asociado a una ruptura amorosa.

Esta desestabilización es debida a la creencia que se va constituyendo de que «sin amor no puedo vivir»” (Levinton, 2013, p. 124). La construcción de lo femenino como una subjetividad deseada, estructurada a través del otro, puede ser importante para comprender las diferencias entre hombres y mujeres en relación con la depresión (Grace, 2010).

Sin embargo, no solo las «amas de casa» se deprimen. Un estudio de Pilar Montesó señala que la doble jornada también es un factor de riesgo en la aparición de la depresión. Las mujeres entrevistadas refieren un alto grado de malestar al no poder abarcarlo todo cuando comparten una doble jornada: trabajo fuera de casa y trabajo doméstico (Montesó-Curto, 2014).

Por otro lado, existen diferencias de género en la detección de la depresión. Los especialistas en salud mental tienen significativamente más probabilidades de identificar depresión en las mujeres que en los hombres (Potts, Burnam, & Wells, 1991). Los estereotipos de género utilizados por los agentes de salud y el sesgo de género en los instrumentos psicométricos que categorizan los aspectos normativos de la conducta femenina (como el llanto o la pérdida de interés por la sexualidad) se utilizan como «síntomas objetivos» para diagnosticar tasas más altas de depresión en las mujeres (Ussher, 2014). Paralelamente, existe una clara medicalización del sufrimiento, femenino, como aportan numerosas autoras (Dio Bleichmar, 1991; Ruíz-Cantero y Verdú-Delgado, 2004; Ussher, 2014). Carme Valls advierte de la alta probabilidad de que una mujer, cada vez a menor edad, reciba ansiolíticos o antidepresivos en la primera consulta, y se pregunta hasta qué punto no se está medicalizando la dureza de las discriminaciones y el papel de eternas cuidadoras (Valls-Llobet, 2010b).

La Depresión, «La Invisibilidad de la Discriminación de Género»
La FM es un síndrome que se caracteriza por la presencia de dolor crónico, y que afecta a un 4,5 por ciento de las mujeres adultas de la población general española. La Sociedad Española de Reumatología señala una ratio 1:20 entre hombres y mujeres (Recio, 2018).

Para muchas mujeres con FM,

vivir se vuelve doloroso, las situaciones más cotidianas y frecuentes conllevan molestias y sensaciones desagradables. Este disconfort puede afectar a las relaciones con lxs otrxs, […] convirtiendo en desagradables circunstancias, que a priori, podrían ser vividas como placenteras” (Alameda, 2014, pp. 107-108).

Los signos y síntomas se conocen desde los inicios del siglo XIX. La primera referencia sobre esta enfermedad fue la de William R. Gowers en 1904, que la describió como una inflamación de las fibras musculares, y a la que llamó fibrostis. No fue hasta 1992 reconocida por la OMS e incluida dentro de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) (Hidalgo, 2011).

La historia de la FM ha sido una carrera de fondo por nombrar lo no nombrado. Conseguir su inclusión como entidad clínica ha sido un gran avance. Ha permitido acceder a bajas laborales y pensiones por invalidez a muchas personas que anteriormente habían sido ignoradas.

Sin embargo, el reconocimiento de la FM no está exento de prejuicios de género. La separación entre cuerpo y mente por parte de la medicina ha favorecido el desconocimiento de lo que les pasa a las personas en relación a su salud (Valls-Llobet, 2009, p. 298). Este dualismo divide y compartimenta aquello que es del cuerpo y lo que es de la mente.

Los métodos diagnósticos utilizados no presentan «pruebas diagnósticas objetivas», lo que deja en manos del personal sanitario valoraciones arbitrarias; y, por ende, las personas afectadas se encuentran constantemente bajo sospecha y en duda de la enfermedad. Los estereotipos de género de los profesionales sanitarios, pueden producir una práctica médica sesgada hacia la atención a factores psicológicos ignorando los posibles factores físicos. A lo largo de la historia, con la psiquiatrización de los malestares, sufrimientos y dolores sostenidos por las mujeres, estos se han tildado de invenciones, contribuyendo a estigmatizar y generando numerosas situaciones de violencia y discriminación (Romo y Meneses, 2015). La psicologización de la FM «es una forma eufemística de afirmar que la persona se está inventando los síntomas por los que demanda atención» (Alameda, 2014, p. 99).

Esta sería la línea por la que aboga la última Guía sobre la valoración de la FM, Síndrome de Fatiga Crónica y Sensibilidad Química Múltiple, en la que se propone la inclusión de estas enfermedades dentro del espectro de los trastornos somatomorfos.

Las consecuencias serían, por una parte, el descrédito de las personas que la padecen, deslegitimando su propia experiencia y generando aislamiento, estigma y exclusión. «Cuando el dolor no se reconoce, las personas que lo padecen son confrontadas y autoconfrontadas constantemente con un vacío de sentido y con un enigma que desgarra su propio sentido de sí» (Amigot y Pujal, 2015). Y por otra, «la inclusión como enfermedad psicosomática puede suponer un cajón de sastre de dolencias en una medicina hecha por hombres que no relaciona los factores sociales con los biológicos y los psicológicos» (Gil, 2011).

No existe evidencia científica clara sobre la causa y los mecanismos patogénicos precisos que actúan en la FM. Actualmente la investigación sobre esta enfermedad está aún en una fase embrionaria. Los hallazgos en distintas publicaciones ponen de relieve la necesidad de realizar más investigación sobre los mecanismos que determinan su aparición (Restrepo-Medrano, Ronda-Pérez, Vives-Cases, y Gil-González, 2009). Los estudios sobre la influencia de los contaminantes ambientales en la salud pueden ser un nuevo camino de exploración sobre factores de riesgo. Estudios epidemiológicos señalan la posibilidad de que un 70 por ciento de casos de fibromialgia sean debidos a la exposición a sustancias químicas en el lugar de trabajo. En relación a esto, la endocrinóloga feminista Carme Valls aporta que «el cuerpo de la mujer actúa, pues, como un bioacumulador químico y sufre consecuencias como […] la aparición de enfermedades emergentes como la Fibromialgia» (Valls-Llobet, 2010a).

Todo esto sugiere la necesidad de mayor investigación en este campo, para cubrir así los vacíos de conocimiento existentes en relación a la FM y no caer en la histórica pugna de la psicologización y el descrédito de los malestares femeninos.

El Trastorno Límite De La Personalidad (TLP), «La IN-congruencia De Género»
Existe una mayor utilización de este diagnóstico en las mujeres y un sesgo de género en la identificación de esta patología. Aproximadamente existe una relación de 3:1 en el diagnóstico entre mujeres y hombres (Ruiz y Vairo, 2008).

Las mujeres tienen más probabilidad de desarrollar un trastorno límite de la personalidad o trastornos de la alimentación, mientras que en el caso de los hombres el diagnóstico sería el trastorno de personalidad antisocial (Ramos-Lira, 2014). Nada Logan Stotland plantea que el hecho de que un diagnóstico sea más común entre las mujeres puede influir a las/os psiquiatras para que las mujeres sean colocadas en dicha categoría diagnóstica (Ruiz y Vairo, 2008).

El TLP ha sido caracterizado como el trastorno inestable por excelencia. Asimismo, ha sido nombrada como la «chica mala» de las etiquetas psiquiátricas. Sorprende el uso del lenguaje que se utiliza para designar este tipo de patología y en el que subyace una fuerte carga simbólica: ¿Inestabilidad?, ¿chica mala? Desde una perspectiva feminista se ha señalado la tendencia de la psiquiatría a patologizar la conducta de las mujeres que se alejan de las expectativas normativas del rol asignado. No se valoran igual en hombres que en mujeres la independencia, autonomía y objetividad, valores están asociados a lo masculino, mientras que dependencia, sumisión y emocionalidad se consideran adecuados para las mujeres (Mantilla, 2015).

Existen autoras que ponen de relieve las grandes dificultades que encierran la delimitación, el nombre y el concepto del TLP. Señalan que no existe la certeza de que sea un trastorno en sí mismo, sino más bien algo en tierra de nadie o una mezcla de muchas cosas, el cajón de sastre. Asimismo, se considera que se encuentra dentro de las patologías actuales más prevalentes que empiezan a surgir con la transformación de la cultura (Fernández-Guerrero, 2017). Este trastorno se atribuye a mujeres «inestables», con problemas de relaciones interpersonales, con cambios de humor, que tratan de conciliar expectativas sociales conflictivas y contradictorias (Ruiz Somavilla y Jiménez Lucena, 2003).

El sociólogo Wirth-Cauchon describió la medicalización de los sentimientos y conductas autoagresivas de las mujeres en respuesta a las contradicciones de género y violencia de la sociedad moderna actual (Ruiz y Vairo, 2008). Caron Zlotnick et al. realizaron un estudio en pacientes de la consulta externa y señalaron que los hombres con TLP presentaban con mayor frecuencia adicciones a sustancias, trastorno explosivo intermitente y trastorno antisocial de la personalidad, mientras que en las mujeres se observó un mayor número de casos de trastornos de la conducta alimentaria (Zlotnick, Rothschild, & Zimmerman, 2002). Asimismo, en el caso de las mujeres es más frecuente la presencia, junto con la depresión, de conductas autolesivas. En vez de expresar hacia afuera, la violencia es carnalizada hacia adentro. Entre el 70 y 80 por ciento de los pacientes que cumplen los criterios DSM-IV para TLP se autolesionan (Casadó, Marín, 2011, p. 90).

La congruencia de género será un factor clave a la hora de diagnosticar y encasillar a muchas mujeres disidentes del rol asignado a esta etiqueta. ¿Qué ocurre cuando las niñas/adolescentes/mujeres no tienen un temperamento congruente con lo que se espera de ellas?

Marcie Kaplan, fue la primera en publicar el problema del sesgo de género en los diagnósticos psiquiátricos del DSM. Señaló que los expertos del grupo de trabajo del DSM III (en su mayoría hombres) utilizaron características masculinas como patrón de salud y de enfermedad, de tal manera que las mujeres que cumplían estereotipos específicos quedaban claramente del lado de la patología (Ruiz y Vairo, 2008). Thomas Widiger realizó un estudio sistemático sobre las causas de los diagnósticos de personalidades borderline, histriónica y dependiente, concluyendo que subyace un importante sesgo de género. Especifica los sesgos debidos a la propia construcción diagnóstica, así como a la aplicación de criterios diagnósticos y elementos de evaluación sesgados (Widiger, 1998).

Siendo nuestro enfoque una terapia relacional en el que la relación terapéutica es la herramienta básica de tratamiento de cualquier patología, lo es más en el caso del TLP, dado que es en el área relacional donde presenta gran parte de sus dificultades. Es fundamental acompañar en la identificación de las emociones cambiantes de la persona y eliminar el prejuicio existente sobre aquellas que no son adecuadas según la categoría adscrita. Es necesario dotarlas de un sentido y un significado acorde tanto al contexto como a su subjetividad. Poner la mirada en su realidad fenomenológica sin juicio contribuirá a integrar los aspectos escindidos de su personalidad. Es muy importante validar y normalizar la experiencia de la persona y reflejar lo adaptativo de la misma para lograr descubrir sus patrones de relación. El resultado de todo ello sería una nueva forma de estar en relación, más allá de los imperativos asociados al rol asignado, «el yo en relación», conveniente a las mujeres.

Trastornos Alimentarios y Las Autolesiones, «El Cuerpo Como Campo De Batalla»
Para Susan Bordo, tanto los trastornos alimentarios como las autolesiones devienen del cuerpo, en relación a los ideales que se proyectan sobre la mujer, con un significado social, económico, político y emocional, que varía dependiendo de las reglas que regulan la construcción del género en cada periodo histórico (Casadó, Marín, 2011, p. 163).

Los datos sobre los trastornos de la conducta alimentaria señalan una relación de 9:1 mujeres por cada varón. Si hacemos un recorrido histórico a través de los trastornos de la conducta alimentaria, hallaremos diferentes tipificaciones, cargas simbólicas y algo en común: las personas detrás de esas historias son mayoritariamente mujeres. La «santa anorexia», la «anorexia nerviosa» o la actual «anorexia» no están definidas exclusivamente en base a características físicas y determinados comportamientos, sino también por las percepciones e interpretaciones de la sociedad en la que aparecen.

A lo largo de los siglos el destino de las mujeres ha sido la imposición del matrimonio, ya fuera por conveniencia económica o en virtud de «otras necesidades». Parece factible, pues, pensar en el ayuno como salida ante la obligatoriedad del mismo. Una forma de rebeldía que desafiaba las normas convencionales a través de la espiritualidad y la religión. Mujeres que preferían la reclusión en los conventos y las prácticas de ayuno como búsqueda de su autonomía y autorrealización personal. Es el cuerpo el espacio sobre el que se puede tener un poder que fuera de una misma no se posee. Lo consideran, por tanto, una manera de rebelarse y oponerse al sistema social excluyente y sofocante (Rodríguez, Peláez, 2007). Quizá mediante la privación alimentaría se estuviera y se esté expresando algo que tiene que ver con pautas culturales ligadas a la feminidad. Cabe señalar, como cita M.ª José Ruiz Somavilla, que algunas mujeres, que rechazaron la domesticidad o el dominio económico y sexual de los varones, no optaron por la locura. «Debajo de la locura pueden encontrarse signos de resistencia y rebelión, la locura se convirtió en una «capa» que pretendía ocultar, bajo las etiquetas de las distintas patologías, conductas y pensamientos que transgredían el orden establecido» (Ruiz Somavilla y Jiménez Lucena, 2003).

Muchas autoras relacionan el hecho de no comer con un signo de hiperfeminidad. Mª Jesús Sánchez analiza la relación entre la insatisfacción corporal que muchas mujeres experimentan con la adhesión del modelo dominante de belleza que las somete a una posición de inferioridad (Casadó, Marín, 2011, p. 172).

Es importante plantearse el papel que juega la construcción del cuerpo y de la subjetividad femenina en todo este proceso. La autoexigencia corporal, así como la insatisfacción en relación a la percepción del cuerpo, es una constante en muchas de las narrativas sobre los itinerarios corporales con mujeres. Mari Luz Esteban cita cómo «los objetivos principales del aprendizaje corporal de las mujeres son la reproducción y la seducción […] el cuerpo de las mujeres está bajo la mirada constante de la sociedad» (Esteban, 2013, p. 77). Ana Távora explica que la subjetividad, en la adolescente, puede estar centrada en «un ser para ser percibido, para ser mirado» (Távora, 2005). Hay un elemento indispensable en la construcción del cuerpo femenino como objeto de deseo, y es la mirada masculina.

La autolesión presenta una ratio de 7:1 entre mujeres y hombres, según la Sociedad Española de Psiquiatría (2009). Existen diferencias de género en relación a los significados de la misma. Lina Casado señala, en su tesis doctoral sobre autolesiones en jóvenes, que «el modelo biomédico […] no trata de identificar cuáles son las causas estructurales que favorecen la aparición de estos malestares sino que silencian detrás de la etiqueta diagnóstica experiencias de sufrimiento» (Casadó, Marín, 2011, pp. 87-89). Numerosas autoras apuntan a que esta conducta está relacionada con una incapacidad manifiesta para expresar los sentimientos propios por temor a los conflictos que ello pueda suponer. Las personas que se autolesionan perciben que su rabia sería incontrolable y destructiva y expresan su frustración a través del propio cuerpo (Ibídem, 2011, pp. 94). En las autolesiones corporales se entremezcla el dolor, la tristeza, la rabia, el embotamiento emocional con sentimientos de culpa, deseos de abstracción, autocastigo, soledad (Ibídem, 2011, pp. 174). 

Concluyendo

Es obvio, con lo hasta aquí expuesto, la necesidad de atender estos malestares con un abordaje que contemple las asimetrías de género. Un enfoque que atienda la existencia de un sufrimiento evitable, es decir, un plus de sufrimiento humano psíquico relacionado con la dominación, la opresión, y las relaciones de poder. La perspectiva feminista nos permite ampliar esta mirada, ponerle nombre y visibilizar lo que históricamente ha sido silenciado bajo distintas etiquetas.

La cronificación de estos malestares se sustenta al amparo del androcentrismo del sistema biomédico y sus categorías diagnósticas, así como la invisibilización y medicalización del sufrimiento de las mujeres. Es imprescindible tomar en cuenta el funcionamiento del poder social en la construcción de la identidad. Reconocer que la subjetividad es la forma particular en la que las personas interiorizan, se reapropian y elaboran los significados producidos socialmente, permite poner foco y alumbrar para implementar un abordaje más integral, efectivo y transformador de los malestares de género.

Contamos para ello con un enfoque en el que lo fenomenológico, como herramienta en el proceso, permite descubrir la visión que la persona tiene sobre el mundo, cómo lo construye y en qué valores se asienta para organizar su experiencia. Saber de los dolores no nombrados nos legitima para acercarnos a ellos y no contribuir a silenciar por más tiempo que la estructura tiene algo que decir en relación a la creación y mantenimiento de algunos malestares.

La terapia gestalt se asienta en la responsabilidad y en el apoyo de lo genuino como principio fundamental para el cambio. Para ello hemos de tener en cuenta el contexto. La estructura social no es neutra. Nuestro trabajo es contribuir a la transformación de las subjetividades para hacerlas más amplias y completas, ayudando a que la persona sea quien verdaderamente quiere ser, sin restricción por el género al que esté adscrita.

Es urgente preguntarnos, como terapeutas, en qué medida contribuimos al sostenimiento de un sistema desigual entre «hombres y mujeres» y cómo nos atraviesa dicho sistema. Cuáles son esos introyectos, que justamente por pertenecer al ámbito de lo «invisible», no hemos podido desestructurar y operan en el contacto con las personas que vienen a consulta.

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Carmela Ruiz de la Rosa

Psicóloga clínica, en ejercicio desde 1983.

Directora de Gestalt, Psicoterapia y Formación. Miembro de la AETG y de la FEAP. Imparte formación en Gestalt desde 1995 en distintas escuelas del estado español.

Tutora del Máster de Intervención Psicoterapéutica (UNED).
Supervisora de terapeutas gestálticos.

Autora de Eneagrama para terapeutas.

Silvia González Alonso

Terapeuta gestáltica. Formada en psicoterapia feminista y
transformación social (PTF) y perteneciente a la Red de
Psicoterapia Feminista (PTF).
Miembro de la AETG y socia
de la red de Mujeres Profesionales de la Salud.
Doctora en
Epidemiología y Salud Pública.

Profesora de Género y Salud en la Universidad Rey Juan
Carlos.
Dinamizadora comunitaria en prevención de
violencia de género. Activista en movimientos sociales y
colectivos feministas.